LAS MUJERES DE MI PUEBLO / cuento

waman · Publicado: 10 Sep 2021, 21:45

Les dejo este cuento, en esta tarde donde el Sol ya ha abandonado al Cerro Morado y llegan algunas nubecitas, como una avanzada de las nubes que se ven hacia el Sur, a la altura de Purmamarca:

LAS MUJERES DE MI PUEBLO.

Mario Martínez era el hijo del despensero y se fue a estudiar “la secundaria” a un lugar más grande que estas veinte casas que forman nuestro pueblo.
Volvió después que murió su padre para hacerse cargo del negocio. Conviene aclarar que en estos pagos todos tenemos nuestra chacrita con maíz y papas, como también nuestros animalitos, así que no es mucho lo que andamos comprando, con lo que el negocio no dejaba mucha ganancia, cosa que, según parece, lo molestó bastante porque, como todos los que se van a la ciudad, se había aficionado a los billetes y creía que la felicidad se conseguía con la plata.
Para desesperación del mujeraje, lo primero que hizo cuando vio que la caja no se llenaba ni todo lo rápido ni todo lo abultado que pretendía, fue aumentar los precios, argumentando que era por la inflación y que no era su culpa si teníamos un gobierno de inútiles.
No conforme, con algunas mesas y sillas armó un boliche, que hasta contaba con una radio a pilas para escuchar los partidos el domingo y también cancha de taba. Finalmente, trajo mujeres de esas que… (bueno, usted ya sabe). Lo que más llamaba la atención es que, a pesar de que tenían todo el aspecto de criollas disfrazadas de rubias, tenían nombres raros como “Karen”, “Sisi”, “Natacha” y apodos como “La alemana”, “La Diosa” o “La Reina”.
Tengo que ser sincero: el hombre es como el perro, que cuando siente olor a hembra alzada abandona todo y hasta se olvida de comer, así que ahora sí empezó a tener concurrencia masculina a toda hora. De más esta decir que en las casas ya no hubo plata para útiles o ropa, que las chacras quedaban a medio hacer, que se armaban peleas entre amigos y parientes y muchas de las cosas que suceden cuando se pierde el seso.
Una mañana se juntaron cuatro de las mujeres del pueblo y hablaron con Mario pidiéndole que se lleve esas forasteras a otra parte porque las familias estaban desechas y hasta algunos habían amenazado con irse del rancho si no les dejaban hacer “las cosas que todo hombre debe hacer”. La respuesta fue simple: “Existe la Libertad de Comercio, así que a mí no me vengan a joder y vayan a lavar ollas y a limpiarles el culo a sus guaguas… que para eso Dios hizo a las mujeres”. Se fueron cabizbajas y en silencio.
Cada dos o tres semanas, según las ventas, el despensero salía el domingo a la medianoche con rumbo a la ciudad, con dos o tres burritos de carga, a reponer mercadería. Lo esperaron en “La Curva de Maidana”: Dionisia Chilliguay fue la encargada de enlazarlo y voltearlo del caballo (es capaz de pialar una ternera a la carrera, así que mucho no le debe haber costado hacerlo con un hombre que viene al tranco y medio dormido) y, ya en el suelo, le entraron a dar una tunda de palazos que hubiera acobardado hasta al mismísimo Sansón. Como “despedida”, y para que no se olvide de esa noche, le dieron un semerendo golpe en la entrepierna con el mango de un talero (que hasta a mí, se lo juro, me duele de sólo contarlo) acompañado de un: “Y ahora decile a tus putas que vayan a lavar ollas y limpiar culos de guaguas… si es que saben hacerlo”.
Cuántas o quiénes (más allá de la citada Dionisia) tomaron parte de esa aventura no sabría decirle, porque me lo contaron confidencialmente (y, quizás, a todos nos lo contaron como en confidencia, para que sepamos la que nos espera si nos volvemos a hacer los sonsos). Lo que sí le aseguro es que esa misma mañana desaparecieron las mujeres de nombres raros y las mesas del boliche, con lo que la despensa volvió a ser despensa y, además (por esas extrañas cuestiones del Libre Comercio), ¡hasta bajaron los precios…!

Y esto se lo cuento, amigo, para que vea que son bravas, bien bravas, las mujeres de mi pueblo.

Un abrazo.

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