LAS FRONTERAS.
“El Loco” Benítez miró el cadáver despatarrado en el suelo y se alegró de que el tiro estuviera en el pecho. Le hubiera gustado tenerlo vivo para “apretarlo” y sacarle información sobre las dos chicas desaparecidas en La Quiaca, pero se resignó. La vida era así: la policía siempre iba un paso atrás de los delincuentes, sobre todo ahí, tan pegaditos a la frontera … si es que se podía llamar “frontera” a esa línea imaginaria que unos delirantes trazaron sobre un mapa, separando gentes como si existiera línea alguna en medio de esa Puna interminable. Claro que los que vivían fuera de la ley podían pasar sin problemas y él tenía que quedarse de este lado, rumiando bronca, aunque alguna vez la hubiera cruzado subrepticiamente tras las huellas de algún jueputa… Se dirigió hacia donde estaba el cabo Sarapura, que lo esperaba con la tranquilidad de quien ha trabajado años a su lado y lo conoce mejor que las pocas mujeres que se cruzaron en su vida. - ¿Quién le metió el cuhetazo? - “Tarcayita”… ¡perdón: el “a-gen-te” Tarcaya! – le respondió con ironía para nada disimulada, señalando una escuálida figura a la que le sobraba uniforme por todos lados - Cada día los mandan menos hechos de la Academia: dentro de poco les vamos a tener que cambiar los pañales… “El Loco” se dirigió al victimario: su presencia hubiera resultado ridícula de no ser por un fuego interior que parecía salirle de los ojos. “Muy tranquilo para la primera muerte….”, “Muy tranquilo para ser tan joven…” - ¿Qué pasó? – preguntó sin preámbulos ni saludos. - Lo vi, lo reconocí, le grité el “¡alto, policía!”, empezó a correr y dio media vuelta metiendo la mano en la cintura: pensé que tenía un arma, me asusté y le tiré – Aunque su subordinado miraba para otro lado, se dio cuenta que mentía, que había tirado sin siquiera dar el “alto”, y mucho menos que hubiera podido engañarse creyendo que el otro estaba haciendo un movimiento raro. - ¿Y cómo lo “reconociste”, si sos nuevito por estos lados? - Es que soy de por acá cerca, de Suripugio, y a este puta lo conocemos de hace rato – las palabras sonaron con el rencor contenido del que ha visto atropellos y ha sido atropellado sin poder hacer nada. Le dieron ganas de reírse ante la fresca declaración que confirmaba su suposición, pero se contuvo pensando en un “Loco” Benítez recién salido de la Academia, que quería terminar, él solo, con el crimen en Jujuy. Se acercó nuevamente a Sarapura: - ¿Alguien sacó fotos? ¿Alguien tocó algo? - Nada: lo estábamos esperando. - ¿Armado? - Parece que tiene un “fierro” . Poniéndose sus infaltables guantes de goma, se acercó al muerto y buscó en la cintura hasta que encontró un .38 corto. Le costó un poco de trabajo ponerlo entre los dedos fríos que ya estaban empezando a ganar rigidez. Calculando la trayectoria, ayudó a esa mano muerta a hacer sus dos últimos disparos, luego la soltó violentamente. El arma cayó haciendo un ruido que sonaba como una queja ante el maltrato que recibía. - Ahora pueden sacar todas las fotos que quieran. Mientras se sacaba los guantes, volvió al lado de Tarcaya. - Lo viste, le diste el “alto”, sacó el arma y te tiro dos tiros que casi te hacen mierda: por eso le respondiste… ¿Entendiste “agente” Tarcaya? - ¡Sí, señor! - Y más te vale que digas eso aunque estén torturando a tu mama, porque si esto se destapa, te juro que te corto las pelotas y te las hago comer cruditas – le dio un ramalazo de compasión por ese casi niño que cargaba un arma y quería jugar al justiciero – Y si alguna noche no podés dormir por remordimiento, pensá que hay un puta menos en el mundo… Estaba por irse, cuando escuchó la pregunta: - ¿Y usted puede dormir por las noches, inspector? Sintió ganas de zamarrearlo y gritarle: “¡Y a vos que mierda te importa, pendejo pelotudo!”, pero, a la última luz del atardecer, prendió un cigarrillo y mientras el primer humo se elevaba hacia la noche, contestó: - Pocas veces… y las pocas que puedo es porque enganché una buena puta para que me saque las ideas de la cabeza. Fue hacia su auto y despacio, como sin ganas, siguió el caminito perdido entre los cerros. Cuando llegó a la ruta, bajo las infinitas estrellas de la Puna, las luces de La Quiaca y Villazón, unidas en una sola mancha, parecían burlarse de las absurdas fronteras de los hombres, pero le recordaron cruelmente sus propias fronteras.
Con la misma mano que tiró el pucho por la ventanilla, sacó el celular y marcó un teléfono que no estaba agendado: esa noche no tenía ganas de pensar…
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